Vivir después de morir: Una vida en dos partes

Por Sandra Aguilera.

“Eran las 4:30 pm. El fierro perforó la cabeza de Phineas. Su rostro, primero. Entró por debajo de su pómulo izquierdo y salió por la parte superior y anterior de su cabeza. En el camino, sacó su globo ocular izquierdo de su órbita, desplazándolo levemente hacia adelante. En su trayectoria de salida se llevó un pedazo del cerebro del hombre al que conocían como Phineas Gage”, inicia el periodista Francisco Aravena, uno de los relatos más interesantes del último tiempo.

Estadounidense, oriundo de Lebanon, New Hampshire. Hijo de Hannah y Jesse Gage. Hermano mayor de Laura y Phebe Jane. La búsqueda de nuevas oportunidades laborales, llevó a Phineas Gage a trasladarse al condado de Vermont, específicamente al pueblo de Cavendish. Lugar, en que al poco tiempo fue subiendo de cargo, siendo así como a sus 25 años ya era  todo un capataz, teniendo a  su cuenta a un grupo de trabajadores que abrían camino entre las rocas para  construir una nueva vía férrea.

Fue el 13 de septiembre de 1848, cuando Phineas Gage dejó de ser Phineas Gage. Como todos los días, se aprestaba a realizar su labor manual, simple y mecánica. Cargar, compactar, tapar, aplastar y encender. Cargar, compactar, tapar, aplastar y encender. Sin embargo, ese día algo salió mal. Quizás fue desconcentración, descuido, malas indicaciones, o simplemente algo del destino. El caso es que la mezcla hizo estallido, empujando el fierro hacía la cabeza de Phineas. Lo demás, es historia, el metal atravesó su cráneo y, para asombro de sus compañeros, sobrevivió.

Francisco Aravena.

Un mes fue necesario para que Phineas se recuperara del accidente. Otro tiempo más, para querer volver al trabajo y así retomar su vida poco a poco. No obstante, para sus antiguos trabajadores, su personalidad cambió totalmente.

De ser una persona eficiente e inteligente, paso a ser alguien caprichoso e impaciente, con quien ellos no querían trabajar. El médico de Phineas, John Harlow, lo describiría más tarde “el equilibrio entre sus facultades intelectuales y sus impulsos animales se ha destruido”.

Alto, delgado, cabello corto y oscuro. De lejos, un hombre normal. De cerca, era posible observar las marcas de su accidente en su rostro. En el costado izquierdo de la mandíbula, una cicatriz linear. El párpado izquierdo cerrado, incapaz de abrirlo. Un ojo más sobresaliente que el otro. La ratificación de la trayectoria de la barra de hierro. Sobre la cabeza y cubierta con cabello, un pedazo de cráneo ha sido levantado. Tras ella, una profunda fisura, donde pueden percibirse las pulsaciones del cerebro. Junto a él, el fierro que siempre lo acompañaba como una muestra de su sobrevivencia casi milagrosa.

Exhibido como rareza. Domador de caballos. La ambición y las ganas de surgir llevaron a Phineas a aceptar la propuesta de un joven marino, James McGill, quien pretendía concretar un servicio de transporte en un pequeño país llamado Chile. Hecho, que se llevó a cabo en 1854, cuando la tripulación y Phineas llegaron al país, específicamente a la ciudad porteña de Valparaíso. Lugar, donde Gage se quedó hasta 1859, cuando decidió volver a Estados Unidos junto a su madre.

¿Qué lo motivo a embarcarse hacia el último lugar del mundo? ¿Qué hizo en Valparaíso? ¿Pudo formar una familia en la ciudad porteña? ¿Tuvo amigos? ¿Un buen trabajo? ¿Siguió siendo el tipo caprichoso, profano e impaciente que describían sus compañeros de trabajo?

No es mucho lo que se sabe sobre su paso por Chile. Cinco años vivió en nuestro país. Cinco años que están llenos de misticismo. Cinco años que mantuvieron en vilo al periodista Francisco Aravena. Preguntándose a diario ¿cómo era posible que nadie tuviera información?

Una cosa es cierta, en esa época las tecnologías eran distintas, las noticias no se sabían al instante y tampoco llegaban todas, por lo que no es extraño que la llegada de Phineas Gage a Chile no significará algo para los ciudadanos.

El caso de Gage fue uno de los primeros que demostró la relación entre la personalidad y las secciones frontales del cerebro. Aravena conoció de éste por casualidad, y a partir de ese momento, se propuso investigar todo sobre el hombre que cambió la neurociencia. Esa historia debía ser contada, pero ¿cómo hacerlo?

Un debate permanente, una cuestión que vivió Aravena día y noche, en el intento de contar la historia de la mejor manera. El sobreviviente vivió en Chile, pero no hay más datos. La intriga vuelve, el anhelo de Aravena resurge, la idea de contar una historia y la ambición de contarla bien fue su principal motivo.

Aravena se complica con el ya clásico debate para un periodista; el de ficcionar. Cree, no, está seguro, todo trabajo tiene un límite. El límite, que se propuso al momento de dar cuenta que el periplo de Gage en Chile carece de datos, fue el de reportear cada ficción.

Días, semanas, meses, años, todo el tiempo necesario para escribir una historia tan excepcional como la de Phineas Gage. Una obsesión tan profunda para Aravena. Entender algo tan asombroso como el cerebro. Alguien que debía morir, pero no murió y se convirtió en otra persona. Que perdió la habilidad para planear su futuro como un ser social. ¿Qué tan consciente estaba de eso? ¿Qué pensaba cada momento luego del accidente?

Entender la magia del cerebro, un órgano tan pequeño y tan importante, capaz de guiar nuestro pensar y hacer, de decidir por nosotros. El responsable del funcionamiento del pensamiento, la memoria, las emociones y el lenguaje. Es imposible que, teniendo todos estos datos, la historia de Phineas Gage no se transforme en una obsesión por saber más, por entender tan complejo sistema.

Francisco Aravena lo vio así, y decidido publicó toda su investigación y algo más, en un libro que llamó, paradójicamente “La vida eterna de Phineas Gage”. Casi 400 páginas completan uno de los relatos más fascinantes, de esos que no se olvidan. La historia del hombre que burló a la muerte, sin darse cuenta que ésta se llevó una parte de él, que a más de 100 años, sigue presente.