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Columna: Átomos por la paz

Fotografía extraída de: France24

Por: Ignacio Gaete

La carrera armamentística nuclear sigue siendo uno de los temas más controvertidos del siglo XXI, y el conflicto en Medio Oriente, particularmente entre Estados Unidos e Irán, ha añadido una nueva capa de tensión internacional, sirviendo de excusa perfecta para justificar acciones políticas y militares. Mostrando exactamente porqué esta industria vale por sobre los 2 mil billones de dólares, y sigue creciendo cada año.

En 1957, durante la presidencia de Dwight Eisenhower, Estados Unidos lanzó el programa, “Atoms for Peace” que compartía tecnología nuclear con países en vías de desarrollo. Irán fue uno de los beneficiados , recibiendo incluso un reactor nuclear y uranio. Sin embargo, tras la revolución iraní de 1979, y la toma de 52 rehenes estadounidenses por estudiantes de la embajada en Teherán, las relaciones diplomáticas se rompieron por completo. EE. UU. prometió no intervenir más en la política interna iraní, pero en los hechos comenzó una campaña constante de presión y hostigamiento externo.

Desde entonces, Estados Unidos ha aprovechado cada oportunidad para debilitar a Irán. Durante la guerra Irán-Irak en 1980, apoyó al régimen iraquí con recursos económicos y tecnología militar. En 1983, el atentado contra un cuartel estadounidense en Líbano, atribuido a Hezbollah (grupo vinculado a Irán), reforzó la percepción internacional del país persa como un estado terrorista.

A pesar de que Irán no ha desarrollado armamento nuclear desde 2003, las principales potencias insisten en tratar su programa nuclear con desconfianza. En 2007 comenzaron presiones para detener su enriquecimiento de uranio, aunque este estaba justificado por fines energéticos. La diferencia de trato es clara: cuando occidente investiga con fines nucleares se llama innovación; cuando lo hace oriente, se cataloga como amenaza.

En 2015 se firmó el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC) entre Irán y varias potencias, que buscaba limitar su programa nuclear a cambio de alivios económicos. Pero en 2018, el presidente Donald Trump se retiró unilateralmente del acuerdo, reactivando las tensiones.

En 2020, Estados Unidos asesinó al general iraní Qassem Soleimani mediante un ataque con drones, bajo argumentos no verificados de una amenaza inminente. Este acto marcó un punto de no retorno en la relación bilateral.

La escalada continuó. En 2022, el presidente Joe Biden alertó sobre la necesidad de impedir que Irán obtuviera un arma nuclear. En 2023, la situación se agravó con el ataque de Hamas a Israel, que dejó más de 1300 víctimas. Las acusaciones de que Irán apoya a Hamas provocaron sanciones y recortes millonarios a ayudas humanitarias en la región.

Este año, el conflicto se agravó el 12 de junio de 2025, cuando Israel atacó a Teherán con misiles en una supuesta “medida preventiva”. Al día siguiente, Irán respondió con ataques a Tel Aviv y Jerusalén, con víctimas en ambos bandos. Finalmente, el 21 del mismo mes, bajo la llamada “Operación Midnight Hammer”, Estados Unidos destruyó las principales instalaciones nucleares iraníes, en una acción promovida por Donald Trump.

Hoy las amenazas siguen, al igual que las víctimas fatales. Se necesitan muchas más páginas para detallar cada ataque y represalia. Pero es evidente que detrás de estas acciones se esconden motivos más profundos: geopolítica, religión y, sobre todo, intereses económicos.

Dado que no se puede ignorar que la industria armamentista es una de las más lucrativas del mundo, con un valor estimado de $2718 billones de dólares, según el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), así codeándose con sectores como la minería, la energía o los combustibles. Año a año, desde el fin de la Guerra Fría, esta industria ha ido en aumento, y esto ha generado una estructura global que se alimenta del conflicto y la inseguridad. Por eso, la amenaza nuclear no solo es un riesgo geopolítico, sino también una cortina de humo que esconde los verdaderos intereses que mueven el tablero internacional.