La Perla del Norte a través de mis pasos

Por Juny Hugen.

Caminar es renovador para mí. No importa la hora del día, haga lluvia o sol, caminar despierta lo adormecido, lo que había olvidado de mí y el mundo a mi alrededor. Lejos de casa, en suelos que nunca he pisado, paisajes que nunca he admirado, caminar también es descubrir. Es claro que podemos descubrir algo nuevo todos los días independientemente de donde estemos o de cuántas veces pasemos por el mismo lugar, pero ver algo por primera vez llena la vida de gracia, expande todo lo que existe dentro y fuera de nosotros.

Caminar por Antofagasta es agradable, tranquilo y encantador. Salir sin rumbo por las calles estrechas de muros pintados es la actividad que más me gusta realizar. Con la cámara en la mano y el corazón pulsando fuerte en el pecho, recorro trayectos nuevos que me posibilitan vivir historias que guardaré para siempre en mi corazón. Cada mirada es curiosa, cada paso es para desvelar lo que el suelo árido tiene para mostrarme.

Visité el museo, la casa de la cultura, el puerto, el mercado público, el teatro, los mercadillos distribuidos por el centro, en fin, casi todos los encantos de la ciudad. Caminé al ritmo del reggaeton que tocan en la radio del ómnibus (micro), en las calles y en las tiendas. La música es acompañada por el sol intenso que perdura la mayor parte del tiempo y torna todo más alegre. Hay gente gritando ofertas en  medio de la calle, para comprar, ver o comer.

Para los días en que el centro parece una opción muy agitada, los largos paseos en la orilla de la playa renuevan las energías. La primera vez que caminé admirando el azul intenso de las aguas del Pacífico, me quedé anonadada por el contraste entre cielo, desierto y mar. Aún no me acostumbro a cuando el día está terminando y el sol, como si estuviese diciendo adiós, marca el contorno de la línea del horizonte con un anaranjado sorprendente.

El viento puede borrar las huellas que dejo por el camino, los días pueden pasar y en un tiempo estaré de vuelta en mi país. Pero esta experiencia transformó quién yo soy, y continúa transformándome a cada día que pasa. Hoy, ya conozco y comprendo un poco más sobre la cultura chilena. No soy solamente turista, soy una viajante que se re-descubrió cuando conoció más esta tierra.

De los aromas y sabores tan distintos del Brasil, aprendí a comer palta en casi todas las comidas, sea en el pan o en el sushi, su gusto distintivo marca el paladar. La ciudad portuaria también carga en su gastronomía una variedad de frutos del mar, servidos fritos, asados o crudos, recordándome el Mercado Público de Itajaí, ciudad en que vivo en Brasil. Entre todas las delicias, la que más me encanta son las empanadas y los dulces con manjar. Este último está presente en todo lugar, rellenando alfajores, pasteles o panqueques, tornando la vida más dulce.

También descubrí la tradicional música andina, me encanté con la poesía de Andrés Sabella y Gabriela Mistral. Sentí en la piel este sol que quema y que me dejó con una insolación, vi en el mar algunos sueños reflejados tornándose realidad. Y ahora, en cada nuevo paso aumenta el anhelo, anhelo de la ciudad que, compuesta por mar y desierto, alberga a los hijos que llegan, y se eterniza en el corazón de los que se van.